No se debe valorar a un hombre al margen de sus circunstancias. Bajo esta lógica, Leonel Fernández es un sujeto accidental de los tiempos, por más artificiosas que sean las maniobras para convencernos de otra cosa. Hoy probablemente sea el político con percepciones más paradójicas: desde el odio visceral hasta la admiración frenética. Esas lecturas emocionales tan contrapuestas no están divorciadas de su historia política ni personal. No podemos juzgar al político sin conocer al hombre.
Fernández fue el primer sorprendido de su destino político. Aquel militante disciplinado sin notoriedad social ni experiencia resultó bendecido por las corrientes dialécticas del pasado. Un Bosch mentalmente disminuido frente a un Balaguer deslegitimado y en el ocaso de su carrera, abría una riesgosa brecha para la transición en manos de un Peña Gómez díscolo y racialmente rechazado. Fue esa poderosa razón y no los méritos de Leonel, la que le tendió bondadosamente las alfombras rojas al poder. Su intrascendencia política no fue óbice para recibir de la mano de los dos grandes caudillos del Siglo XX la encomienda de cerrarle el paso al trepidante líder perredeísta, cuyo origen y piel eran una afrenta para una nación de morenos con ínfulas nórdicas.
La presidencia le quedó grande a aquel joven ordinario, con afro, trajes cruzados y baja estatura. Durante su debutante gestión, Leonel Fernández, al tiempo de ejercer la presidencia, desarrollaba un carácter político propio. Su gran virtud fue encarar el desafío de crear un liderazgo sin referencia partidaria. A pesar de los condicionamientos políticos que supuso haber llegado de la mano del pasado más oscuro, Fernández pudo moverse con pericia a través de una gestión distinta donde la imagen institucional fue ostensiblemente mejorada. Impulsó avances en la modernización del Estado y pasó la prueba como político. Su preocupación era construir y afianzar su liderazgo. El primer gobierno del ex presidente Fernández fue dirigido para un proyecto político de futuro; gobernó con estrategia y racionalidad políticas.
En su segunda gestión, Fernández llegó al amparo de sus propias fuerzas y méritos. Tal circunstancia afirmó en él la convicción de que era un líder. Le fue muy cómodo convencer a su ego de esa condición, más aún a un partido que por fin llegaba al poder sin apalancamientos ajenos. Ese convencimiento se convirtió en su obsesión de vida. Para consolidar el liderazgo soñado, tenía que eliminar todo asomo de resistencia interna y lo logró fácilmente a través del poder; lo usó holgadamente como causa y fin de un proyecto político y personal. Fernández comprendió, entonces, que para permanecer en el poder el modelo de Bosch no era una elección históricamente aconsejable, por eso abrazó el caudillismo de Balaguer. Lo afirmó, lo modernizó, lo burocratizó y lo impuso como cultura de poder con arteras apariencias institucionales. Esa concepción la sustentó en una concentración orgánica o colegiada del poder a través del reparto de sus cuotas en base a méritos subjetivos y partidarios, siendo, los más privilegiados, los miembros del Comité Político y la cortesanía de su naciente liderazgo. A partir de esa realidad se crea en la sociedad dominicana la primera plutocracia del poder con fuerza competitiva con la burguesía tradicional. Cada funcionario se asumió como dueño de un feudo. Esa autonomía fáctica y autocrática se entronó tanto en la Administración que los despachos expresaron la impronta personal de sus inamovibles titulares. Muchos de ellos se convirtieron en figuras soberbias, repulsivas e impopulares.
En su tercera gestión, Leonel Fernández llegó enajenado por un delirio de poder patológico. Sin más límites que su imaginación, gobernó para su ego, al que doblegó la agenda misma del Estado. Gobernó para sí y se olvidó del político y del país. Se enamoró de su voz y retórica a las que les procuró las tribunas más cimeras en los foros mundiales; se codeó con estadistas de potencias sin agendas relevantes; activó una exagerada exposición personal que lo llevó a destinos tan remotos como insospechados, como el mundo musulmán, porque ya el Occidente, al parecer, le resultaba pequeño.
A través de los titulares de las dependencias gubernamentales de presupuestos, concertó tratos asociativos con una elite de contratistas para la ejecución de las grandes obras públicas que reversaba altas comisiones depositadas en cuentas locales y offshore. Esa prestación se convirtió en un protocolo implícito en las relaciones económicas con el gobierno haciendo multimillonarios a sus socios (funcionarios y contratistas). Mientras eso sucedía en su delirante mundo interior, sus sacristanes, como oficio doméstico retribuido, le lustraban el ego susurrándole designios providenciales a su mesianismo de cartón.
Los que no se deslumbraban con su ajada y "wikipedista" retórica eran tachados como "resentidos" y "envidiosos" o tatuados con el estigma de "pepeachistas". El líder entró en el trance demencial de la vanagloria con consecuencias nefandas para el país, que tuvo que cargar con la cuenta del festín. Así, de una deuda pública de 9,705 millones de dólares al 2004, llevó el endeudamiento del gobierno y del Banco Central a 23,457 millones de dólares, sin considerar un espantoso déficit cuasifiscal y una nómina pública de 609,525 empleados.
Con el arribo de Danilo Medina al poder, Leonel Fernández exhala un aliento de tranquilidad por el pacto de impunidad a favor de sus socios o prestanombres (¡quién sabe!) pero empieza a caer en una pendiente depresiva por dos obsesiones perturbadoras: la primera, la sensación de vacío existencial que nubla a todo al que cae del pináculo a la vida mortal; y la segunda, la popularidad de Danilo Medina, con la agravada circunstancia de que esa inusitada aceptación se debe al simple esfuerzo del presidente de gobernar de forma diferente a él, sin glorias, ni adoraciones, ni pompas.
El ego de Leonel, estafado por las adulaciones de sus acólitos, empieza a perder aire. La depresión se profundiza mientras más conciente se hace de que el liderazgo de Danilo despunta mientras más se aparta de su modelo. Se siente sofocado y es entonces que empieza a rescatar del desvencijado ideario de Bosch y a esperar que "los vientos soplen". Busca en la calle la oxigenación popular perdida. Otra vez las lisonjas oportunistas salen de sus escondrijos a tributar sus adoraciones y el ego felino del líder vuelve a rugir con hambre y encono.
Es probable que vuelva al palacio, pero Leonel tendrá que
reinventarse porque su única arma, que era discursiva, ya no convoca,
más bien, repulsa. Solo le queda el dinero que no puede tener a su
nombre, el poder que ya no le llegará de carambola y la lealtad servil
que se evapora cuando la gloria desaparece. Ahora, el líder, con rostro
cansado, afro canoso, piel desecada y una imagen patéticamente
estropeada tendrá que ganarse el 2016 y, como buen dominicano,
buscársela partiendo brazos. Lo hará no importa el precio, porque como
el toxicómano a su droga, él necesita el poder para vivir.
http://acento.com.do/2014/opinion/8163904-leonel-el-hombre/
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